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Nuestro hombre en el Bósforo

De Chusco y de aquellos días

De Chusco y de aquellos días

Hace hoy exactamente un año que nos dejó Chusco. La noticia nos pilló en Madrid y fue un mazazo, enorme, despiadado, aunque de alguna forma todos lo hubiéramos visto venir un poco. Más allá del desasosiego y de la sensación de culpa que da perder a los amigos de los que uno siente no haberse ocupado, la pérdida nos trasladó mentalmente a aquellos días venturosos de los ochenta, cuando todos éramos jóvenes, felices e indocumentados y estábamos llenos de esperanza y de buenas voluntades.

Siempre conecté con Chusco – por la medicina, claro, pero también y sobre todo por eso que se da en llamar cultura general; por aquel entonces, con Chusco uno podía hablar de libros, cine, música, pintura, historia o geografía con naturalidad, sin la menor pedantería, sin datos inexactos, con sentido del humor. Además, por aquel entonces con Chusco y Patricia nos recorrimos media España, desde El Olivar de la Alcarria o las hoces del Duratón hasta las dunas de la ventosa Bolonia. Con Chusco y Patricia esquiamos en Pas de la Casa, descubrimos a Stéphane Grapelli en el San Juan Evangelista, nos topamos de frente (y sin escopeta ni cámara) con enormes jabalíes en los montes de Toledo, visitamos la nueva filmoteca en el pasaje Doré, paseamos por los jardines de La Granja y cerramos algún día la mitad de los bares de Huertas a Santa Ana.  Con Chusco y Patricia, y con Alicia y Miguel, fuimos un día jóvenes y felices.

Entonces leíamos sin parar, al menos Chusco o yo, todo lo que caía en nuestras manos. A todos nos había marcado Vargas Llosa (Vargas Losa, decía Resti) y su Conversación en la Catedral.  En qué momento fue que se jodió el Perú, se preguntaba Santiago en aquel libro mirando la limeña avenida Tacna, sin amor, desde la puerta de “La Crónica”. Y tantas veces lo he pensado después con todos nosotros, pero sobre todo con Chusco. En qué momento fue que se jodió el Perú (muy propio en su caso, porque casualmente su padre fue durante décadas cónsul del Perú en Bilbao). En qué momento una vida plena, una persona activa, inteligente, culta, con una familia fantástica, una profesión útil y apasionante, en qué momento un tipo capaz por igual de colocar prótesis de cadera, correr maratones, tocar la guitarra y recitar a Muñoz Seca concibe que la vida se le escapa entre los dedos y empieza una huida hacia ninguna parte sintiendo que se le han cerrado de golpe todas las puertas, incluida la de la escalera de incendios.

Estuvimos con Chusco en Portugal en un par de ocasiones, y en casi todas sus visitas a Bilbao en los últimos tiempos. La conversación conmigo se había vuelto más triste y más seca, llena de temas tabú en torno a la familia y a las decepciones de la vida. Seguíamos hablando pues de libros, de cine, de música, del tratado de Tordesillas, de Saramago o de Bordalo Pinheiro, de sus viajes por carretera y de sus multas portuguesas (Você deve dirigir um pouco mais devagarinho...).  Pero sobre todo, hablábamos de su nueva casa en Caldas da Rainha y de sus frutales. La casa que, al parecer, estaba arreglando y pintando, y donde una parada cardiorrespiratoria lo sorprendió aquella noche de hace un año, solo, entre sus tarros de mermelada casera y sus recuerdos borrados a golpe de porro.

La noticia nos llegó cuando estábamos en Madrid, precisamente, Susana y yo, recorriendo una vez más las calles de nuestro barrio de entonces y acordándonos de aquellos tiempos dichosos cuando los museos eran gratis, y nosotros, todos nosotros, Chusco también, jóvenes, felices e indocumentados. 

Tiempos que no volverán, porque el tiempo (como decía la inscripción en la entrada de la plantación "The Twelve Oaks" en Lo que el viento se llevó) es la materia de la que está hecha la vida.

 

aquellos tiempos dichosos cuando los museos eran gratis, y nosotros, todos nosotros, Chusco también, jóvenes, felices e indocumentados.

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